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Historias de mártires y de santos
Rosa Beltrán
Había en el jardín de mi casa un cedro enorme que se asomaba a la calle. Yo me subía a ese árbol y desde ahí podía ver el mundo que transcurría allá afuera, junto a la vía del tren. Ya me había dado cuenta de que se trataba de un mundo que existía sólo durante las horas previas a la llamada a comer, pero a veces me gustaba pensar que aunque yo estuviera lejos, en la escuela, por ejemplo, o en mi cama, él seguiría lleno de personas y de acontecimientos. Para mí la vida era esto: estar suspendida entre dos mundos, el real, que era el mundo de las cosas que mis ojos se ponían a juntar de fuera, y el verdadero, que era el que me ocurría a mí mientras las contemplaba desde arriba. Ver las cosas desde ese árbol era un placer muy grande: era la garantía de poder estar en el mundo sin tener que vivir en él.
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